Leandro
Gil es un joven que, luego de un accidente de subte, perdió sus miembros
superiores. Pero eso no lo detuvo a escribir su historia e ilusionarse con
publicar su primer libro
Leandro Gil perdió sus brazos a
los 22 años en un accidente en el subterráneo. Ese hecho lo marcó para toda la
vida. Pero lejos de abandonarse, se levantó de sus propias cenizas y se
prometió luchar para alcanzar sus sueños y objetivos.
Hoy tiene 30 años, es papá de
Lis (6) y es un periodista que está a punto de publicar su primer libro
"Vías de la herida", si es que consigue los fondos suficientes. Para
ello, busca de donaciones particulares, las cuales ya superaron la mitad del
financiamiento que necesita.
En su libro relata en primera
persona cómo vivió el accidente y luego cómo se recompuso para luchar por la
vida. Su vida, en una historia cargada de emoción y sentimientos a flor de
piel.
Así comienza Leandro sus
primeras líneas:
"¡No me dejes así, así
no!" Eso fue lo primero que salió de mi boca y lo que leí después de la
implosión. Las palabras fueron dirigidas a un destinatario intangible, la
visión en cambio, era real. Cuando miré adelante, la máquina todavía seguía
pasando sobre mi humanidad sin interrumpir su marcha, pero por algún motivo ya
no me arrastraba, no me tocaba.
Los recuerdos de la vida que
había protagonizado hasta ese momento parecían lejanos, como si se trataran de
una historia que hacía mucho tiempo me habían contado y hoy me costaba enlazar.
Aunque en realidad lo pasado no importaba mucho, acababa de entender dónde
estaba, y mi desesperación iba en aumento. Tenía que salir de ahí.
Quise incorporarme, había
terminado acostado entre las vías boca abajo. Apoyé mis manos en la especie de
carbón que recubría aquel suelo e hice fuerza para levantarme, pero en realidad
ellas nunca se movieron. El hormigueo en mi cuerpo no me permitía concentrarme,
y fue entonces que quise tocarme la cara, sacudirme. Sentía que mis dedos recorrían
mis mejillas, los sentía, pero en realidad ellos tampoco se movieron, nunca
aparecieron frente a mis ojos. Así mismo pasaba con el resto del cuerpo, me
respondía, pero era sólo eso, una sensación.
En ese momento pensé que había
muerto y miraba desde otro sitio como pasaba en las películas, y fue entonces
que un escalofrío me recorrió cada centímetro y mi pie derecho movió algo ajeno
a mí, y ahí entendí todo. No estaba muerto ni nada por el estilo, algo pasaba
con mis brazos. Bajé la mirada hasta mi mano derecha y noté que estaba más
abajo de lo normal y bañada en sangre, el motivo era una incógnita gracias a
que la manga de mi campera se rehusaba a dejarme ver mi nueva realidad.
No quise preocuparme por eso,
la prioridad era salir de ese lugar antes de que la maquina se pusiera de nuevo
en marcha. No sabía si alguien estaba enterado de mi presencia ahí, quizás sólo
habían frenado para subir y bajar pasajeros, no podía perder más tiempo. Con la
poca lucidez que tenía pensé que si salía para el andén vecino, podía venir el
otro subte de frente y no iba a tener ni la velocidad ni la fuerza para
correrme a tiempo.
Entonces miré a la pared que
tenía más cerca, bajo el voladizo (que es lo que desde arriba vemos como línea
amarilla) pasan cables de todos los tamaños. Si era peligroso no lo sabía, pero
por lo menos era algo que estaba estático y no proponía sorpresas indeseadas.
Comencé a moverme hacia el
espacio libre que había entre las ruedas que tenía más cerca, arrastraba mi
cuerpo como si saliera de una trinchera para escapar de una guerra interna, y
llegué a la vía. Tenía que cruzarla por más que ardiera debido a la fricción
del metal. Tomé con mi boca la manga derecha de mi campera, que contenía lo que
hasta minutos antes era mi brazo, y la pasé del otro lado.
Hice lo mismo con el otro, y
posteriormente pasé yo. Después de eso me recosté boca arriba, con los cables a
un lado y las ruedas enormes al otro. En mi pecho acomodé las mangas vacías
pero llenas de carne, y más arriba el hormigón de la línea amarilla me tapó la
luz del andén.
Lo había logrado, había salido
solo de ahí abajo. El problema era si el subte arrancaba. Como pude, tomé
fuerzas y grité. Grité. Grité incontables veces, o intenté hacerlo, el sonido
era tan débil que ni siquiera yo lo escuchaba. Por unos segundos no seguí
insistiendo, era inútil, la mezcla de miedo y nervios me robaba la voz. Respiré
profundo, concentré la energía y mi garganta explotó en un pedido de ayuda:
"No prendan nada, acá estoy. Todavía estoy". Y un hombre contestó:
"Quedate tranquilo que ahora vamos".
Los segundos y minutos se
convirtieron en algo incalculable. Mis párpados se cerraban, se abrían y se
volvían a cerrar. Todo parecía un sueño, una película, las imágenes se me
antojaban difusas, incomprensibles, y mis ojos querían descansar. En uno de
esos momentos de confusión sentí una luz golpeando mis parpados.
La voz de un bombero me
preguntó cómo me llamaba y cómo me sentía. Entre suspiros esbocé mi nombre y le
contesté que me sentía bien, aunque algo había pasado con mis brazos. El hombre
volvió a repetir las preguntas aunque yo estaba seguro que mi respuesta se
había oído, pero igual respondí de nuevo y entendí lo que querían saber cuando
le dijo a sus compañeros que estaba lúcido "todavía".
No puedo decir con exactitud
cuántos bomberos se deslizaron con absoluta facilidad por esos lugares que a mí
tanto me habían costado recorrer. Llegaron y me volvieron a preguntar el nombre
y cómo me sentía. Posteriormente me pusieron un cuello ortopédico y me
recostaron sobre una camilla de madera. Una vez que estuve bien sujeto, me
pasaron por última vez por debajo de la maquinaria para salir a ese andén vacío
que yo no había querido enfrentar. Ahí paramos unos minutos esperando algo que
desconocía.
Leandro Gil recibió el premio
Gota en el Mar al Periodismo Solidario en 2012 por sus notas en la Revisa Kine,
acompañado por su padre y su mujer (Gota de Mar)
El desconocerlo me permitió
hacer una de las cosas más ridículas que hice en mi vida… llamé al bombero que
estaba conmigo, lo miré lo más fijo que pude, y le pedí que me hiciera un
favor. Él contestó que si, que no había problema, seguramente esperando algo
importante, estilo última voluntad o algo así.
Sin quitar la vista perdida de
su figura le dije textualmente: "Tengo la billetera en el bolsillo, ¿no me
comprás una Sprite? Tengo mucha sed". Obviamente su respuesta fue
negativa, no podía tomar nada porque tenía que ir al hospital. En ese mismo
instante volvieron los otros bomberos, pero en esta oportunidad para salvarme del
papelón. Levantaron la camilla y se dirigieron a la escalera, mientras la voz
de Metrovías le informaba a los usuarios que la línea E estaba interrumpida por
un accidente.
El paso acelerado por la
escalera generaba que mi cuerpo se sacudiera, y fue entonces que un rayo de sol
me golpeó hasta dejarme momentáneamente ciego. Ya no había oscuridad, era una
mañana extremadamente hermosa. El aire cálido del amanecer del 16 de Febrero
del 2008 lejos estaba de representar una noche tan oscura como la que había
perecido.
Una extraña sensación de calma
me desbordaba, no tenía miedo ni sentía dolor físico alguno, aunque las luces
de la ambulancia intentaban recordarme que algo había cambiado. Yo había
mutado, minutos antes, lo que conocía como mi existencia había llegado a su fin
para dar lugar a algo que desconocía y jamás había imaginado. Pero… ¿Qué?
Sumatoria
de diagnósticos
Esa es la introducción de su
primer libro, que tiene un hilo narrativo autobiográfico pero es concebido para
relatar su visión en torno a distintos ejes sociales.
"Hoy tengo 30 años, en ese
momento tenía 22. Quizás contar en estas líneas mi vida previa al subte carece
de sentido, pero debo admitir que todo lo acontecido después da cuenta de un
cúmulo de situaciones que influyen en la rutina de una persona en mi situación,
para bien o para mal. Ya no importa el accidente en sí ni lo que lo motivó,
importan sus consecuencias: ese día adquirí una "discapacidad", para
muchos -incluso para mi en un primer momento- dejé de ser Leandro para
convertirme en una sumatoria de diagnósticos", explicó Leandro a Infobae.
Y darse cuenta de esa
discapacidad lo predispuso a luchar contra los prejuicios y dificultades
propias de perder ambos miembros superiores: "Cuando me desperté del coma
confirmé la pérdida de mis brazos. Los primeros días fueron muy difíciles,
estuve un mes internado. Dos días después de salir del hospital diseñé un
brazalete para poder comer solo, quería ser independiente en ciertas
actividades básicas. El mismo dispositivo me sirvió para poder usar la
computadora y seguir estudiando y trabajando. Lo primero fue sencillo, comencé
mis estudios de periodismo en TEA y me recibí, conseguir trabajo fue más
difícil".
"En ese momento me topé
por primera vez con una barrera social erguida en base a prejuicios: una
persona con discapacidad no podía trabajar. A esa lista de
"impedimientos" impuestos se le sumaron otros términos, de repente ya
no podía hacer nada. El día a día me fue mostrando que no era así, que mucho
dependía de la voluntad propia y ajena, y ese proceso se trasladó a todo ámbito
de mi vida, sobretodo el laboral. Cada producción periodística que generé desde
entonces intentó disminuir humildemente la distancia que nos separa de la
inclusión plena", explicó el joven que participó del Premio Bienal de ALPI
en su última edición.
"Empecé a escribir en
Kiné, y obtuve un reconocimiento por dos notas publicadas en ese medio",
lo que significó su desembarco como colaborador en el diario La Nación donde
también publica notas sobre esta temática.
Leandro también es un
innovador: "Sin Condiciones, es un magazine social sobre discapacidad y
grupos vulnerables que se emite hace tres años por Radio Gráfica, el programa que
creé y que busca generar conciencia social desde el sentido común y la premisa
de no ponerle un rótulo a las personas".
Fuente: Infobae
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