jueves, 30 de octubre de 2014

El estatuto ético del juego



El deseo por la normalidad en los padres de personas con discapacidad en muchas ocasiones las ubican precisamente en la posición contraria. A través del juego es posible romper con eso, posicionar a la persona en su lugar y aceptar la diferencia. En ese sentido, el acompañamiento terapéutico puede ser una buena herramienta.

A modo de introducción
Si bien actualmente trabajo en mi consultorio como psicoanalista, durante gran parte de mi formación universitaria tuve la oportunidad de trabajar como acompañante terapéutico junto a adolescentes con síndrome de Down. El acompañamiento terapéutico es una herramienta que permite sostener un lazo diferente al endogámico (familiar) en jóvenes cuya “diferencia” los lleva a veces a tener una dependencia considerable con su entorno. Es decir, más allá de la diferencia orgánica, en estos jóvenes parece situarse algo de otro orden referido a la relación de ellos con su familia, a su propia relación con el síndrome de Down que padecen e incluso a la relación de la familia con el síndrome de su hijo. 
Cuando una condición orgánica como lo puede ser el síndrome de Down afecta a uno de sus hijos, la contención que ofrece la familia y el anhelo de que lleve una vida “lo más normal posible” puede devenir en algo de carácter absoluto que obture, en su intento de adecuarlo a la norma de lo común, cualquier manifestación subjetiva de lo singular. El acompañamiento terapéutico permite comenzar a esbozar otra relación donde haya lugar a que el sujeto pueda tomar una posición en relación a su historia, donde pueda equivocarse, donde pueda jugar su partida frente al Otro, aunque acompañado.
El rol de acompañante terapéutico, por lo tanto, me permitió abordar una serie de casos singulares que me llevaron a interrogar textos y conceptos de la teoría psicoanalítica para intentar dar cuenta de qué es lo que estaba sucediendo en los encuentros con estos pacientes. Uno de esos conceptos fue el del juego que, a mi entender, está íntimamente vinculado al de inconsciente. Ahora bien, para comenzar a realizar la articulación me parece importante ponernos de acuerdo en lo siguiente: ¿qué concepto de inconsciente vamos a manejar para dar cuenta de nuestras hipótesis?
En el escrito “Psicopatología de la vida cotidiana”1, Freud nos muestra un amplio campo de fenómenos de la vida cotidiana donde el inconsciente parece emerger interrumpiendo nuestro andar cotidiano, interrumpiendo nuestras intenciones “conscientes”: podemos pensar en cuando nos confundimos de nombres al dirigimos a una persona o cuando usamos la llave de casa cuando entramos a la oficina, etc. Esta idea de inconsciente la podemos figurar como un iceberg del cual vemos en la superficie solo la punta (lapsus, sueños, chistes, olvidos), pero que sabemos que, más allá de lo se observa fenoménicamente, hay una superficie inmensamente mayor que la sostiene (pensamientos inconscientes, fantasías, deseos infantiles reprimidos, etc.). 
No es mi intención negar el carácter de inconsciente de estos fenómenos que son descriptos por Freud como tales, pero sí marcar que esta figuración nos da la idea de que éste existe en un lugar desde donde operaría la causa de lo que se nos presenta como formaciones del inconsciente (sueños, lapsus, actos fallidos, etc.) y es ahí precisamente donde habría que ir a buscar el material que se encuentra reprimido para hacerlo devenir consciente. Por otro lado, me parece importante señalar que esta conceptualización del inconsciente implica que existe en forma independiente a la presencia del analista (recordemos que cualquiera de esos fenómenos puede suceder en la calle, en la casa, en una reunión: todos lugares donde el analista tranquilamente puede no encontrarse presente).
Ahora vamos a tomar una frase del psicoanalista Jacques Lacan que, adelantándonos un poco en el recorrido, nos va a servir para pensar el caso con el que vamos a trabajar. En su seminario dedicado a Los cuatro conceptos fundamentales del psicoanálisis, dice: “…el estatus del inconsciente es ético, y no óntico…”2.
El estatuto ético del inconsciente es indisociable de la presencia del analista: pasamos de una concepción del inconsciente como algo que existe en algún lugar (concepción tridimensional) a una donde es necesario un acto del analista para que este advenga. Pasaje de pensar el inconsciente como sede de las causas que ocasionan los fenómenos manifiestos a pensar al inconsciente en relación al deseo del psicoanalista, en tanto es aquel que dirige los enunciados de la persona (S1) hacia otra escena (S2), hacia algo más. Esta dirección es la que permite emerger al sujeto del inconsciente en tanto sujetado a esa cadena significante que lo determina (S1 - S2), sujeto excéntrico al yo que creyéndose el amo del discurso pretende decidir los temas a tratar y las palabras a usar (parafraseando a un paciente, es como cuando de chico pensabas que eras vos el que manejabas el auto y de repente te das cuenta que no llegabas ni a los pedales). 
El sujeto del inconsciente emerge solo tras la abstinencia del analista a responder a la relación dual que pone en juego el “yo” y permite advenir la dimensión de sujeción que tenemos en relación al lenguaje, sujeto dividido por la destitución subjetiva que el analista pone en juego vía su deseo de analizar. Hacemos a un lado la dimensión yoica que cree que, en tanto amo del discurso, “sabe lo que dice” y trabajamos con el sujeto-sujetado a una cadena simbólica que lo determina, aquel que es hablado por el lenguaje.
Tomando este desarrollo, planteemos algo similar en relación al juego: podemos pensarlo en relación a una capacidad que está o no en algún lugar, generando, en consecuencia, una clasificación de niños que juegan y niños que no; o podemos pensar en un estatuto ético del juego, donde la presencia del deseo de jugar de parte del profesional que dirija el tratamiento es el que puede poner en movimiento “lo jugable” en el paciente. 
Si bien la elección última en relación a lo que es susceptible de devenir jugable está del lado del paciente y hay pacientes en donde esta posibilidad ofrece mayores dificultades, considero que hay una serie de casos donde de parte del plantel profesional se ubica una incapacidad de jugar en el niño o adolescente cuando lo que debería ponerse en cuestión es el deseo ludicidad de parte del profesional a cargo del tratamiento, lo cual nos pone en una dimensión absolutamente diferente a si el paciente es capaz de jugar o no.

El caso Alma
Como “nuestra ciencia no se transmite sino articulando en la ocasión lo particular”3, para dar cuenta del planteo que introduje en relación al juego voy a tomar el caso de una adolescente que llamaremos Alma, con la que tuve la oportunidad de trabajar como acompañante terapéutico hace pocos años.
Alma tiene síndrome de Down y en el momento en que comencé a trabajar con ella tenía 13 años. La escuela a la que asistía me había recomendado con el objetivo manifiesto de producir cierta separación entre Alma y su madre, las cuales, según esta última, pasaban mucho tiempo juntas y se encontraban en una relación de suma dependencia: “hacían todo juntas”.
Recuerdo que durante el primer tiempo del acompañamiento me llamó la atención una respuesta de Alma que insistía en todos los saludos: tras decirle “hola” y preguntarle cómo estaba, siempre me contestaba lo siguiente: “Mal, cabeza, moco y tos”, señalándose respectivamente la cabeza, la nariz y la garganta. 
Esta respuesta de Alma era algo que por un lado molestaba mucho a la madre, quien quería que su hija “conteste como una persona normal” y por el otro representaba algo que con el tiempo me di cuenta que las unía, ya que ellas “vivían en el hospital”, según me comentaba frecuentemente la madre. Y de hecho era algo así, el acompañamiento era constantemente suspendido debido a que Alma tenía que ir al hospital a hacerse exámenes o estaba internada o tenía una enfermedad sumamente contagiosa. Esto le impedía asistir no solo al acompañamiento sino también a la escuela, a la psicóloga y a diferentes actividades recreativas a las que le gustaba ir. 
Al tiempo de comenzado el acompañamiento sucede una contingencia que va a provocar un movimiento: me enfermo (aparece un punto de falta mío) y no puedo verme con la paciente durante una semana. Esto fue un hecho absolutamente común y para nada calculado (¿quién no se resfrió alguna vez?) que puso en marcha al aparato simbólico de Alma, quien, desde nuestro reencuentro, se mostró sumamente preocupada por mi salud, casi no pudiendo creer que yo me había enfermado, que algo de la falta se jugara en mi persona -recordemos cómo en la concepción ética del inconsciente la presencia de la persona del analista y su deseo (falta) es la que permite advenir al sujeto del inconsciente-.
Tras preguntar varias veces por mi estado de salud, “Mal, cabeza, moco y tos” comienza a ser mi respuesta con cierto tono de juego que le provoca a Alma más de una sonrisa y sorpresa mientras actúo el padecimiento respectivo. Empieza a esbozarse un juego que va a ocupar gran parte del tiempo de acompañamiento donde yo estoy enfermo y Alma me lleva a un hospital a que “me curen” y me pongan encima todo tipo de artefactos, vacunas y hechizos para lograrlo.
El juego fue produciendo algunas modificaciones (a veces era Alma la enferma, otras veces éramos los dos los que estábamos enfermos), hasta que se produjo una última variación: la gripe comenzó a diferenciarse de la gripe A, diferencia que se basaba en el agregado de la afonía que Alma ubicaba como un “sin voz” y en el hecho de que la gripe A era algo incurable. No había medicina que el doctor le diera al paciente que pudiera hacerla desaparecer.

Ser la enferma de mamá no es lo mismo que jugar a estar enferma
Hasta aquí el recorte clínico. Me parece interesante interrogar el objetivo por el que me convocaron a la función de acompañante terapéutico de Alma, es decir, el de operar desde afuera cierta separación entre ella y su madre que le permitiera alcanzar “cierta normalidad” en relación al resto de sus compañeros, claramente un pedido de su entorno de poner a Alma en regla con lo que ellos suponían como “normal”.
El discurso de la madre abundaba de expresiones que se referían al deseo de que su hija sea “lo más normal posible”: recordemos que su madre quería que saludara como una persona “normal” y, sin embargo, ahí aparecía la respuesta de Alma en relación a la enfermedad: “cabeza, moco y tos”. Respuesta entre comillas, ya que en realidad era aquello que Alma no podía dejar de ser, el anhelo de la madre de que ella sea lo más normal posible la dejaba a Alma en la posición de “enferma” y era precisamente desde ahí que Alma se plantaba en la vida. Ese lugar, donde Alma era “la enferma de mama” y que las llevaba estar una gran cantidad de tiempo juntas, estaba por fuera de cualquier proceso dialéctico y signaba el núcleo indisoluble de la relación entre madre e hija, ya que era lo que hacían juntas. 
La puesta en juego de mi punto de falta y el juego que se armó en torno a ello puso en el mundo de Alma la posibilidad de que el otro se pueda enfermar, cuestionando lo que parecía ser el lugar en el que estaba congelada. Ser “enferma” es una cuestión sumamente distinta a “jugar a estar enfermo”. En el juego, el personaje de estar enfermo era algo que aparecía y desaparecía, dando cuenta de su entrada en la dialéctica de lo simbólico, en tanto esta supone la posibilidad de la ausencia. Nuevo estatuto del significante que ya no deja al sujeto sin otra opción más que padecerlo (ser la enferma de mamá) sino que le permite elaborar una escena desde la cual la paciente puede agenciarse de parte de su historia, de aquellas determinaciones que la marcaron. No quedar atrapada en el padecimiento del significante sino poder agenciarse de él, otorgándole un nuevo estatuto que permite efectos de creación de sentido. 
Ahora bien, vale la pena aclarar que el juego para nada podía anticipar estas cuestiones sino que fueron significadas en forma retroactiva por un dicho de la madre de Alma, quien me dijo al terminar un año escolar: “Viste Juan que este año Alma casi no estuvo enferma y ni faltó al cole”. 
Ese comentario me hizo dar cuenta qué era lo que Alma había puesto en juego sin saberlo en lo que hacíamos. El agenciamiento de aquello que padecía como “ser enferma” le permitió poder realizar las actividades que ella tanto ansiaba hacer, pero no sin un costo: el de afrontar la pérdida de esa relación que hacía de madre e hija Una, simbolización vía el juego de la pérdida del lugar de “ser la enferma de mama” que permitió el armado de una escena desde la cual la paciente puede jugar su partida, tomando una posición singular frente a su historia. Esa pérdida que afrontó Alma, como se ve, es una cuestión sumamente diferente a pensarla como la operación de un agente externo. En todo caso, el “agente externo”, el acompañante, puso en juego su deseo de jugar y la paciente fue la que armó en forma inconsciente la escena desde la que tramitó su pérdida.
Por último, me parece interesante ubicar cómo en la escena se puso en juego algo del orden de lo incurable (la gripe A). Creo que la gripe A simbolizó algo que se ofrecía como límite al saber del Otro, que en este caso se figuraba como el saber médico (ningún médico nunca pudo curar a Alma ni a mí de la gripe A que actuábamos). Límite al aplastamiento del “todo dicho” que no deja lugar a respuesta alguna del sujeto.

Juan Sebastián Sist*

* Juan Sebastián Sist es Licenciado en Psicología (UBA). Coordinador del espacio de acompañamiento terapéutico Tempo - AT (www.tempo-at.com).

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