miércoles, 9 de febrero de 2011

Violencia, discapacidad mental y práctica institucional


Se suele pensar la violencia como un hecho disruptivo, impactante por su crueldad, virulencia y su manifestación física. Sin embargo, existen otras formas veladas, cotidianas y con un cierto grado de inmanencia social que las hacen pasar desapercibidas y llevan a reproducirlas. Una de ellas, la que tiene que ver con los discapacitados mentales y las instituciones, se basa en prácticas (incluida la medicación) que tienden a petrificar el lugar de la diversidad, a eternizarlo, señalándolo como una falta, un menos, que necesita de medicación, lugares especiales y procedimientos que excluyen y discriminan. Se hace necesario replantear el funcionamiento institucional dedicado a la discapacidad desde un punto de vista ético para no eternizar esta situación que no aporta mejor calidad de vida a los diferentes
Este trabajo trata sobre la violencia dirigida a las personas con discapacidad, y procura establecer ciertos elementos de lectura que aporten a la reflexión acerca de la práctica que se desarrolla en ámbitos institucionales. Para ello, propone un recorrido que recorta en forma sucesiva tres ejes de análisis: el primero, basado en la revisión de la noción misma de violencia, toda vez que su masiva incorporación al sentido común de nuestra vida cotidiana tiende a fijarla como sobreentendida; el segundo, orientado a visualizar la compleja trama de factores que perfilan el quehacer institucional; el tercero, dirigido a indagar las condiciones de construcción del vínculo que liga la discapacidad y la violencia. Si bien estos planteos recuperan ciertos aportes conceptuales provenientes de diferentes campos discursivos, tienen por insumo principal una práctica: la del abordaje terapéutico de jóvenes y adultos con discapacidad mental, inscripta en la labor institucional del Centro de Día CETEI. Es por ello que, en lo que sigue, las referencias a la discapacidad se centrarán específicamente en la problemática de la discapacidad mental, aunque resultan insoslayables sus puntos de entrecruzamiento con la temática más general acerca de la mirada social respecto de la diversidad.
Repensar la violencia
Las descripciones acerca del estado actual de nuestra sociedad en la era global, aun cuando presentan matices -cuando no diferencias decisivas- en sus posiciones teóricas e ideológicas, coinciden, no obstante, en destacar la complejidad inherente a esta época, en la que la violencia muestra una magnitud y una gravitación crecientes en la vida cotidiana . Y si bien parece improbable identificar algún espacio, práctica o situación social que se halle indemne de los alcances y efectos de la violencia, resulta en cambio mucho más sencillo visualizar aquellos en los cuales se manifiesta con una incidencia inusitada: ese es el caso, como muchas veces lo reflejan las estadísticas poblacionales, del colectivo social que abarca a las personas con discapacidad y, entre ellas, especialmente a quienes presentan discapacidad mental. Así, la violencia física, la discriminación, la exclusión, la pobreza, la frecuente ausencia de respuesta ante sus eventuales requerimientos de atención (asistencial, terapéutica, educativa, etc.) constituyen algunos de los indicadores más sensibles respecto de la situación social en que se encuentran dichas personas.
Otras versiones sobre este tema nos llegan, también, desde los medios de comunicación; en ellos, vemos reciclarse periódicamente imágenes y discursos de denuncia acerca de la vinculación entre violencia y discapacidad, reactivados a partir de algún emergente (habitualmente, situaciones de maltrato, abuso, agresión o abandono) que, en tanto testimonian la vulnerabilidad, la exposición, la indefensión de las personas con discapacidad, reproducen una concepción sobre la violencia como imposición arbitraria e incomprensible de quienes la ejercen sobre aquellos que son objeto de ella y carecen de los recursos necesarios para eludirla o neutralizarla. Quedan así trazados dos roles claramente diferenciados, víctimas y victimarios, en virtud de las posiciones que se ocupan al compás de una violencia descripta como disrupción: brutal, descarnada, sin límites. Y, desde luego, todo ello en relación a un tercer rol, el de espectador, interpelado en su doble condición de juez y consumidor.
Esta concepción sobre la violencia opera, de modo subyacente, en una multiplicidad de trabajos acerca de esta temática. Y si bien tales investigaciones pueden explorar hipótesis muy diversas y configurar un marco de reflexión de enorme amplitud (que abarca desde la psicopatología del agente de violencia hasta las condiciones socioeconómicas y culturales en las que ésta se manifiesta, o desde las representaciones sociales acerca de lo que la discapacidad encarna hasta las actitudes de rechazo, indiferencia o abandono que puede suscitar en su entorno familiar y social), comparten sin embargo un elemento en común, como lo es la adhesión a un enfoque sobre la violencia que la concibe en términos de exabrupto, ruptura, desborde, discontinuidad en el lazo social. Como correlato, el papel a desempeñar desde la ciencia y las instituciones queda delineado en términos de un hacer y un pensar orientados hacia una resolución, entendida esta última en términos de sutura, de relleno de aquello que se presenta como fractura en el vínculo social.
Este escrito se apoya en la idea de que resulta insuficiente -a la vez que condicionante para la práctica institucional- circunscribir la cuestión de la violencia a sus manifestaciones más visibles y extremas, y plantea como hipótesis de trabajo que dicha visibilidad tiene no obstante asociado un efecto de velamiento, de opacamiento de la textura de las relaciones sociales, determinante en lo que respecta a las condiciones cotidianas de vida de las personas con discapacidad mental.
Para ello, habrá que recordar que el vínculo social no constituye lo otro de la violencia, sino su instancia de mediatización. Cuando Hobbes proyectaba, en aquella obra de ingeniería socio-política que denominaba Leviatán, la vertiente de construcción y regulación del vínculo social, daba cuenta de una concepción sobre la violencia según la cual cabe ver, en el hombre, al "lobo del hombre". Freud, por su parte, destacaba el efecto de renuncia pulsional impuesto por la vida social, la que de este modo reclama un cauce y una deriva específicas para la agresión y la violencia, mediante su canalización y orientación hacia otras metas. Así también cabe recuperar, desde la reflexión sociológica de Weber, su definición acerca del Estado, en la que lo situaba como aquella instancia que reclama para sí el monopolio del uso legítimo de la violencia. Puede advertirse, de este modo, que ya en los planteos germinales de la teoría política, el psicoanálisis y la sociología, la cuestión de la violencia no aparece abordada mediante analizadores de presencia o ausencia, sino más bien de inmanencia, la que de este modo exige tematizarla en términos de cauce, localización y legitimidad. Tan inmanente a la vida social, que Piera Aulagnier, al describir ese proceso de encuentro entre el recién nacido y su madre (o quien ejerza tal función), constitutivo de la subjetividad del niño, lo conceptualiza como violencia primaria; violencia dada por la inevitable anticipación, y efecto de imposición, de un mundo de lenguaje, de un pensar y representar que se imprimen sobre el bagaje sensorial del bebé y lo socializan.
Sin embargo, es quizá en los trabajos de Bourdieu donde se pueden hallar sistematizados los aportes para una concepción más compleja acerca de la violencia, fundamentalmente a partir de la visualización de sus formas de incorporación al entramado rutinario de las prácticas y las relaciones sociales; de este modo, y mediante su concepto de violencia simbólica, se abre la posibilidad de interrogar su operatoria no como ruptura, sino como presencia cotidiana -y, por ello, generalmente inadvertida- en los diversos ámbitos en los que se despliega la vida social. Dichas coordenadas teóricas son las que, en virtud de los objetivos del presente trabajo, se utilizarán para explorar la relación existente entre institución y violencia.
Facetas de lo institucional
La bibliografía existente acerca de lo institucional (abarcando tanto el análisis de sus aspectos estructurales como de su operatoria y su dinámica) configura un campo de reflexión vasto y complejo, de modo tal que un relevamiento exhaustivo de sus diferentes aportes excedería, con mucho, los márgenes de este trabajo. Por ello, y a fin de situar elementos de relevancia analítica respecto de la cuestión de la violencia, se privilegiará aquí -entre las múltiples perspectivas de lectura posibles- la exploración de la relación que las diferentes concepciones guardan con el contexto social e histórico.
En tal sentido, puede identificarse una tendencia crítica que emprendió, entre los años 60 y 70 del siglo pasado, un cuestionamiento radical respecto de la práctica institucional y del efecto de naturalización que, hasta entonces, hacía de las instituciones una forma legitimada de cuadriculación e intervención social. Dicha tendencia no constituía una corriente paradigmática, ni adhería a los planteos de una determinada escuela teórica; conformaba, por el contrario, un abanico diverso y heterogéneo de producciones provenientes de la filosofía, la psiquiatría, el psicoanálisis, la sociología, y cuyos puntos de convergencia estaban dados por su rechazo respecto de un modelo institucional al que, en virtud de su subordinación al statu quo, le cabría el término de funcionalista.
Es precisamente esa funcionalidad del quehacer institucional lo que aparece como el centro de su cuestionamiento; en efecto, la escuela, el manicomio, la prisión, la fábrica (independientemente de sus fines, sus especificidades y sus principios organizativos) han constituido durante la primera mitad del siglo XX los escenarios de asunción y de reproducción de una estructura social que, apuntalada en los valores cardinales de la homogeneidad y el equilibrio, situaba a la diferencia como equivalente de la inadaptación y a las instituciones como el ámbito natural para su gestión y canalización. Los años 60 marcaron un punto de ruptura y de rebelión frente a esa concepción homogeneizante y totalizante de lo social, y dieron origen a un clima intelectual, político, ideológico y cultural de repudio hacia la opresividad de unas formas de vida social tan coercitivas como refractarias al reconocimiento de la diversidad y del pluralismo. Las luchas emancipatorias aparecen como la matriz de tales cuestionamientos, y cada uno de los escenarios (hasta entonces, "naturales") de la vida social pasará a constituir el campo donde habrá de librarse esa -la misma- batalla. Si la metáfora que insiste es la de la confrontación entre la presión a la uniformidad y la reivindicación de la diversidad, la metonimización de ese cuadro permitirá tender un hilo de continuidad que va de los movimientos de liberación del tercer mundo a las luchas por los derechos de las minorías étnicas y raciales; de aquí a las reivindicaciones feministas y homosexuales; de éstas a la puesta en cuestión de los sistemas educativos y laborales; de aquí a la crítica de los dispositivos carcelarios y manicomiales.
No tardarán en proliferar, entonces, múltiples iniciativas y producciones teóricas impulsando la transformación -cuando no el estallido- de las instituciones, las que aparecen caracterizadas como instrumento de sujeción a unas relaciones sociales que es preciso desmantelar. Así, la alienación, la imposición del poder, la reproducción de la ideología dominante, el disciplinamiento, el control social pasarán a formar parte sustancial dentro de la agenda de una crítica que, aunque vertida sobre lo institucional, no deja de evocar el contexto sociohistórico en que tales posiciones cobran su sentido. La escuela en tanto aparato ideológico de Estado, la prisión como punto de intersección entre una anatomía política (control disciplinario de los cuerpos y los comportamientos) y una biopolítica (control de las poblaciones), el saber de la ciencia como vector de los mecanismos y procedimientos del poder, el hospital psiquiátrico como dispositivo de alienación y mortificación: se trata, en todo caso, de sacar a la luz los indicadores de una violencia inherente a la práctica institucional, a la vez que indisociable del contexto social en que se inscriben dichas prácticas.
Las décadas de los 80 y 90 reflejaron un progresivo alejamiento respecto de tal concepción acerca de lo institucional. Es que, en efecto, aquella impugnación masiva emprendida contra el quehacer institucional no sólo clausuraba la posibilidad de visualizar matices y diferencias entre los diferentes dispositivos, sino que también supeditaba la resolución de los aspectos críticos de lo institucional a una transformación social de gran escala. A ello debe agregarse, a su vez, el hecho de que los intentos por establecer modelos alternativos a los de las instituciones tradicionales mostraron sus propias limitaciones y dificultades para plasmar las transformaciones que impulsaban, desembocando en resultados menos optimistas que los principios en los cuales se inspiraban.
Es por ello que, a partir de los 80, la reflexión sobre lo institucional tomará otros derroteros y privilegiará otros niveles de análisis, dando lugar a una perspectiva centrada en lo organizacional. Nutriéndose de las consecuencias de la decretada "muerte de las ideologías", esta perspectiva rechaza -por ideologizados- los argumentos del enfoque crítico, y cobra relieve al compás del giro neoconservador producido en el terreno social y político de fines del siglo XX, estableciendo un nuevo mapa y una nueva agenda para el abordaje de las instituciones.
Así, las herramientas y los recursos aportados por esta perspectiva son tributarios de una concepción -y vale aclararlo: también ella perfilada ideológicamente- según la cual el terreno institucional constituye un marco autosuficiente en cuanto a la organización y moldeamiento de su propia actividad, y donde sus atravesamientos (sociales, históricos, políticos y económicos) se difuminan para dar lugar a las imprecisas e indiferenciadas nociones de "medio" o "entorno". De este modo, lo institucional queda reducido a lo organizacional: su actividad estará orientada, hacia adentro, por las exigencias de optimización, eficiencia y racionalización, y hacia afuera, por el aprovechamiento estratégico del entorno, ahora concebido como una trama de redes sociales. Desde esta perspectiva, la violencia institucional aparece vinculada con las fallas y disfunciones organizacionales -precisamente aquellas que el imperio de un principio de racionalidad, a través de la concientización y optimización crecientes de los medios y fines de la labor institucional, permitiría resolver-.
Práctica institucional y violencia
Es claro que el nivel de generalidad de este análisis conlleva un margen de imprecisión que una lectura más detenida no debería pasar por alto; sin embargo, permite dimensionar la vigencia y el valor de ciertos planteos que el enfoque crítico aporta en cuanto a la reflexión acerca de la violencia y su vinculación con la práctica institucional. En efecto, dicho enfoque -y en este punto sus diferencias respecto de las perspectivas funcionalistas y organizacionales son decisivas- reclama de la labor institucional una autocrítica y una elucidación constantes vertidas sobre su propio quehacer, en la medida en que la violencia no puede ya concebirse como un elemento ajeno a su operatoria. Dos derivaciones, centrales en lo que respecta al tema que aborda este trabajo, pueden extraerse de tales aportes.
La primera: la violencia constituye un fenómeno cuyas extensión y complejidad exceden el repertorio de sus manifestaciones más extremas y visibles. Si la práctica institucional se halla saturada por los múltiples atravesamientos provenientes de lo social-histórico, es claro que la noción de violencia ya no puede circunscribirse a las formas más o menos cruentas y brutales de maltrato o agresión, sino que debe también rastrearse en sus manifestaciones más inaparentes, más triviales, más cotidianas: es decir, allí donde -en el contexto específico de la actividad institucional- se eufemiza, se invisibiliza, se dosifica y administra silenciosamente.
La segunda: la práctica institucional debe ser interpelada, no ya desde una concepción moral, sino desde una posición ética. Una mirada moral, por concebir la violencia como un elemento inasimilable al vínculo social, dirigiría su análisis hacia la labor institucional allí cuando ésta se muestre incongruente con los objetivos que se adjudica y le atribuyen; en cambio, una lectura ética exige analizar la operatoria institucional con prescindencia del grado de adecuación entre la tarea asignada y la que efectivamente desarrolla. Es decir: en la medida en que la violencia se halla inscripta en la trama de las relaciones sociales, la práctica institucional requiere una continua reflexión acerca de los supuestos que vehiculiza y los efectos que suscita; ello impone la necesidad de interrogar qué hacen las instituciones, no solamente cuando se desvían de sus objetivos o principios, sino también -y especialmente- cuando cumplen con ellos.
Estas consideraciones permiten establecer un marco de análisis acerca de las particularidades que presenta la práctica institucional orientada a la atención de personas con discapacidad mental. En la medida en que dicho campo aparece saturado por la convergencia de diversos niveles de determinación (dados por las concepciones y supuestos existentes acerca de la discapacidad mental, el papel desempeñado por el discurso científico, las formas de operatoria institucional, su relación con lo social instituido), sus puntos de entrecruzamiento constituyen los analizadores privilegiados de cualquier exploración acerca de la violencia y sus modalidades de expresión en el ámbito institucional. Con el propósito de promover vertientes de interrogación respecto de la propia práctica, se detallan a continuación algunos de tales analizadores.
En primer término: la soldadura entre el diagnóstico de discapacidad mental y su institucionalización. La propia práctica institucional tiende a acreditar y reproducir la implicación recíproca entre la discapacidad mental y su gestión mediante dispositivos institucionales específicos, reforzando la suposición de que el colectivo conformado por estas personas tiene asignado un lugar predeterminado en la sociedad. Esta demarcación espacial de la discapacidad mental no sólo alienta la visualización de dicho segmento como categoría heterogénea respecto de la vida social convencional, sino que a su vez instaura un conjunto de condiciones (por ejemplo: la adhesión a un paradigma que concibe la integración intrainstitucional en términos de conducta adaptativa) que desempeñan un papel clave en su cronificación.
En segundo lugar, aunque ligado con lo anterior: la medicalización y patologización de la discapacidad mental. La actividad institucional se ve subordinada a la persistencia de un discurso del déficit que, en tanto conceptualiza la discapacidad mental como un inventario de fallas y disfunciones, como expresión de la patología, reclama la puesta en juego de un repertorio de intervenciones técnicas asimilables al acto médico. Desde el discurso del déficit, no se trata de brindar respuesta a los problemas que eventualmente pudieran presentar ciertas personas con discapacidad mental; se trata, más bien, de situar la discapacidad mental como un problema, y a la práctica institucional como la instancia de su reversión, atenuación o limitación. Como correlato, el sujeto con discapacidad mental queda localizado como el punto de aplicación de un saber que lo anticipa, de forma tal que no es él quien define o plantea los objetivos de su tratamiento, sino la institución la que moldea el mismo en relación a sus propios lineamientos.
En tercer término, el poder del discurso científico para incidir en las formas de vida. Las regulaciones institucionales, en tanto sustentadas en saberes legitimados socialmente, vehiculizan un conjunto de valores que determinan qué conductas deben ser promovidas y cuáles deben ser desalentadas; así, establecen una matriz de sentido en función de la cual la experiencia de cada uno de los concurrentes se podrá decodificar en términos de logros o retrocesos, así como sus pautas de vinculación podrán ser valoradas positiva o negativamente. Poder del discurso, pues no se trata aquí de la comunicación como interacción dialógica, sino de la instauración de un desnivel estructural en relación al saber, cuyo resultado es la continua interpretación o metabolización de la experiencia y el discurso del sujeto por el de la institución; el saber se encuentra localizado en la mirada institucional y opera a través de una traducción constante del desempeño del sujeto a las nociones o categorías provenientes del discurso científico. Es tal la descalificación del discurso del sujeto que incluso las formas más literales de expresión de su malestar pueden ser neutralizadas mediante la imposición de un saber que -designándolas como resistencia, oposicionismo, trastornos de la conducta, impulsividad, escasa tolerancia a la frustración, etc., y arbitrando las prescripciones del caso (recurso a medicación, derivación, interconsulta u otras modalidades de intervención)- las reinscribe bajo el imperio de la razón científica.
En cuarto lugar, la persistencia de un paradigma positivista de ciencia y el efecto de objetualización que le es consustancial. Dicho paradigma, en tanto concibe la realidad como un plano compuesto por diferentes parcelas (aquellas que establecen los diversos objetos de estudio de las distintas disciplinas científicas), precipita en una visión fragmentaria sobre el sujeto; en efecto, éste queda situado en posición de objeto y abordado como un agregado de funciones o de áreas (el lenguaje, el cuerpo, la inteligencia, la memoria, los hábitos, el juego, etc.), cada una de las cuales constituye la jurisdicción de intervención de las respectivas especialidades. De este modo, el escenario institucional y su práctica cotidiana representan el espacio de reproducción de la especialización disciplinaria, cuyos efectos medicalizantes y patologizantes han podido ya analizarse.
En quinto lugar, la localización de la institución como instancia de relevo de la exclusión social. Al establecer las coordenadas espacio-temporales que regulan la experiencia de vida de las personas con discapacidad, la práctica institucional opera mediante demarcaciones y contrastes: ello implica que la identificación del espacio institucional como el ámbito adecuado, "adaptado" a las necesidades y requerimientos de las personas con discapacidad mental, se consolida a expensas de otros posibles escenarios de inserción en la comunidad. Un indicador de la discontinuidad espacial que encarnan las instituciones está dado por la tendencia (que parece más próxima a exacerbarse que a moderarse) a la artificialización y sofisticación edilicia, tal como aparece impulsada por las reglamentaciones y normativas que establecen las pautas sobre seguridad, accesibilidad y prevención que deben cumplimentar tales espacios. Como resultado, las personas con discapacidad mental se despliegan en contextos que intensifican su inhabilitación y deserción social, toda vez que la hipervaloración de aquellas medidas de seguridad da forma a unos hábitats difícilmente asimilables a los escenarios más habituales en los cuales transcurre la vida en la comunidad.
Entre la discapacidad mental y su gestión mediante dispositivos institucionales específicos, reforzando la suposición de que el colectivo conformado por estas personas tiene asignado un lugar predeterminado en la sociedad. Esta demarcación espacial de la discapacidad mental no sólo alienta la visualización de dicho segmento como categoría heterogénea respecto de la vida social convencional, sino que a su vez instaura un conjunto de condiciones (por ejemplo: la adhesión a un paradigma que concibe la integración intrainstitucional en términos de conducta adaptativa) que desempeñan un papel clave en su cronificación.
En segundo lugar, aunque ligado con lo anterior: la medicalización y patologización de la discapacidad mental. La actividad institucional se ve subordinada a la persistencia de un discurso del déficit que, en tanto conceptualiza la discapacidad mental como un inventario de fallas y disfunciones, como expresión de la patología, reclama la puesta en juego de un repertorio de intervenciones técnicas asimilables al acto médico. Desde el discurso del déficit, no se trata de brindar respuesta a los problemas que eventualmente pudieran presentar ciertas personas con discapacidad mental; se trata, más bien, de situar la discapacidad mental como un problema, y a la práctica institucional como la instancia de su reversión, atenuación o limitación. Como correlato, el sujeto con discapacidad mental queda localizado como el punto de aplicación de un saber que lo anticipa, de forma tal que no es él quien define o plantea los objetivos de su tratamiento, sino la institución la que moldea el mismo en relación a sus propios lineamientos.
En tercer término, el poder del discurso científico para incidir en las formas de vida. Las regulaciones institucionales, en tanto sustentadas en saberes legitimados socialmente, vehiculizan un conjunto de valores que determinan qué conductas deben ser promovidas y cuáles deben ser desalentadas; así, establecen una matriz de sentido en función de la cual la experiencia de cada uno de los concurrentes se podrá decodificar en términos de logros o retrocesos, así como sus pautas de vinculación podrán ser valoradas positiva o negativamente. Poder del discurso, pues no se trata aquí de la comunicación como interacción dialógica, sino de la instauración de un desnivel estructural en relación al saber, cuyo resultado es la continua interpretación o metabolización de la experiencia y el discurso del sujeto por el de la institución; el saber se encuentra localizado en la mirada institucional y opera a través de una traducción constante del desempeño del sujeto a las nociones o categorías provenientes del discurso científico. Es tal la descalificación del discurso del sujeto que incluso las formas más literales de expresión de su malestar pueden ser neutralizadas mediante la imposición de un saber que -designándolas como resistencia, oposicionismo, trastornos de la conducta, impulsividad, escasa tolerancia a la frustración, etc., y arbitrando las prescripciones del caso (recurso a medicación, derivación, interconsulta u otras modalidades de intervención)- las reinscribe bajo el imperio de la razón científica.
En cuarto lugar, la persistencia de un paradigma positivista de ciencia y el efecto de objetualización que le es consustancial. Dicho paradigma, en tanto concibe la realidad como un plano compuesto por diferentes parcelas (aquellas que establecen los diversos objetos de estudio de las distintas disciplinas científicas), precipita en una visión fragmentaria sobre el sujeto; en efecto, éste queda situado en posición de objeto y abordado como un agregado de funciones o de áreas (el lenguaje, el cuerpo, la inteligencia, la memoria, los hábitos, el juego, etc.), cada una de las cuales constituye la jurisdicción de intervención de las respectivas especialidades. De este modo, el escenario institucional y su práctica cotidiana representan el espacio de reproducción de la especialización disciplinaria, cuyos efectos medicalizantes y patologizantes han podido ya analizarse.
En quinto lugar, la localización de la institución como instancia de relevo de la exclusión social. Al establecer las coordenadas espacio-temporales que regulan la experiencia de vida de las personas con discapacidad, la práctica institucional opera mediante demarcaciones y contrastes: ello implica que la identificación del espacio institucional como el ámbito adecuado, "adaptado" a las necesidades y requerimientos de las personas con discapacidad mental, se consolida a expensas de otros posibles escenarios de inserción en la comunidad. Un indicador de la discontinuidad espacial que encarnan las instituciones está dado por la tendencia (que parece más próxima a exacerbarse que a moderarse) a la artificialización y sofisticación edilicia, tal como aparece impulsada por las reglamentaciones y normativas que establecen las pautas sobre seguridad, accesibilidad y prevención que deben cumplimentar tales espacios. Como resultado, las personas con discapacidad mental se despliegan en contextos que intensifican su inhabilitación y deserción social, toda vez que la hipervaloración de aquellas medidas de seguridad da forma a unos hábitats difícilmente asimilables a los escenarios más habituales en los cuales transcurre la vida en la comunidad.
Entre la discapacidad mental y su gestión mediante dispositivos institucionales específicos, reforzando la suposición de que el colectivo conformado por estas personas tiene asignado un lugar predeterminado en la sociedad. Esta demarcación espacial de la discapacidad mental no sólo alienta la visualización de dicho segmento como categoría heterogénea respecto de la vida social convencional, sino que a su vez instaura un conjunto de condiciones (por ejemplo: la adhesión a un paradigma que concibe la integración intrainstitucional en términos de conducta adaptativa) que desempeñan un papel clave en su cronificación.
En segundo lugar, aunque ligado con lo anterior: la medicalización y patologización de la discapacidad mental. La actividad institucional se ve subordinada a la persistencia de un discurso del déficit que, en tanto conceptualiza la discapacidad mental como un inventario de fallas y disfunciones, como expresión de la patología, reclama la puesta en juego de un repertorio de intervenciones técnicas asimilables al acto médico. Desde el discurso del déficit, no se trata de brindar respuesta a los problemas que eventualmente pudieran presentar ciertas personas con discapacidad mental; se trata, más bien, de situar la discapacidad mental como un problema, y a la práctica institucional como la instancia de su reversión, atenuación o limitación. Como correlato, el sujeto con discapacidad mental queda localizado como el punto de aplicación de un saber que lo anticipa, de forma tal que no es él quien define o plantea los objetivos de su tratamiento, sino la institución la que moldea el mismo en relación a sus propios lineamientos.
En tercer término, el poder del discurso científico para incidir en las formas de vida. Las regulaciones institucionales, en tanto sustentadas en saberes legitimados socialmente, vehiculizan un conjunto de valores que determinan qué conductas deben ser promovidas y cuáles deben ser desalentadas; así, establecen una matriz de sentido en función de la cual la experiencia de cada uno de los concurrentes se podrá decodificar en términos de logros o retrocesos, así como sus pautas de vinculación podrán ser valoradas positiva o negativamente. Poder del discurso, pues no se trata aquí de la comunicación como interacción dialógica, sino de la instauración de un desnivel estructural en relación al saber, cuyo resultado es la continua interpretación o metabolización de la experiencia y el discurso del sujeto por el de la institución; el saber se encuentra localizado en la mirada institucional y opera a través de una traducción constante del desempeño del sujeto a las nociones o categorías provenientes del discurso científico. Es tal la descalificación del discurso del sujeto que incluso las formas más literales de expresión de su malestar pueden ser neutralizadas mediante la imposición de un saber que -designándolas como resistencia, oposicionismo, trastornos de la conducta, impulsividad, escasa tolerancia a la frustración, etc., y arbitrando las prescripciones del caso (recurso a medicación, derivación, interconsulta u otras modalidades de intervención)- las reinscribe bajo el imperio de la razón científica.
En cuarto lugar, la persistencia de un paradigma positivista de ciencia y el efecto de objetualización que le es consustancial. Dicho paradigma, en tanto concibe la realidad como un plano compuesto por diferentes parcelas (aquellas que establecen los diversos objetos de estudio de las distintas disciplinas científicas), precipita en una visión fragmentaria sobre el sujeto; en efecto, éste queda situado en posición de objeto y abordado como un agregado de funciones o de áreas (el lenguaje, el cuerpo, la inteligencia, la memoria, los hábitos, el juego, etc.), cada una de las cuales constituye la jurisdicción de intervención de las respectivas especialidades. De este modo, el escenario institucional y su práctica cotidiana representan el espacio de reproducción de la especialización disciplinaria, cuyos efectos medicalizantes y patologizantes han podido ya analizarse.
En quinto lugar, la localización de la institución como instancia de relevo de la exclusión social. Al establecer las coordenadas espacio-temporales que regulan la experiencia de vida de las personas con discapacidad, la práctica institucional opera mediante demarcaciones y contrastes: ello implica que la identificación del espacio institucional como el ámbito adecuado, "adaptado" a las necesidades y requerimientos de las personas con discapacidad mental, se consolida a expensas de otros posibles escenarios de inserción en la comunidad. Un indicador de la discontinuidad espacial que encarnan las instituciones está dado por la tendencia (que parece más próxima a exacerbarse que a moderarse) a la artificialización y sofisticación edilicia, tal como aparece impulsada por las reglamentaciones y normativas que establecen las pautas sobre seguridad, accesibilidad y prevención que deben cumplimentar tales espacios. Como resultado, las personas con discapacidad mental se despliegan en contextos que intensifican su inhabilitación y deserción social, toda vez que la hipervaloración de aquellas medidas de seguridad da forma a unos hábitats difícilmente asimilables a los escenarios más habituales en los cuales transcurre la vida en la comunidad.
Entre la discapacidad mental y su gestión mediante dispositivos institucionales específicos, reforzando la suposición de que el colectivo conformado por estas personas tiene asignado un lugar predeterminado en la sociedad. Esta demarcación espacial de la discapacidad mental no sólo alienta la visualización de dicho segmento como categoría heterogénea respecto de la vida social convencional, sino que a su vez instaura un conjunto de condiciones (por ejemplo: la adhesión a un paradigma que concibe la integración intrainstitucional en términos de conducta adaptativa) que desempeñan un papel clave en su cronificación.
En segundo lugar, aunque ligado con lo anterior: la medicalización y patologización de la discapacidad mental. La actividad institucional se ve subordinada a la persistencia de un discurso del déficit que, en tanto conceptualiza la discapacidad mental como un inventario de fallas y disfunciones, como expresión de la patología, reclama la puesta en juego de un repertorio de intervenciones técnicas asimilables al acto médico. Desde el discurso del déficit, no se trata de brindar respuesta a los problemas que eventualmente pudieran presentar ciertas personas con discapacidad mental; se trata, más bien, de situar la discapacidad mental como un problema, y a la práctica institucional como la instancia de su reversión, atenuación o limitación. Como correlato, el sujeto con discapacidad mental queda localizado como el punto de aplicación de un saber que lo anticipa, de forma tal que no es él quien define o plantea los objetivos de su tratamiento, sino la institución la que moldea el mismo en relación a sus propios lineamientos.
En tercer término, el poder del discurso científico para incidir en las formas de vida. Las regulaciones institucionales, en tanto sustentadas en saberes legitimados socialmente, vehiculizan un conjunto de valores que determinan qué conductas deben ser promovidas y cuáles deben ser desalentadas; así, establecen una matriz de sentido en función de la cual la experiencia de cada uno de los concurrentes se podrá decodificar en términos de logros o retrocesos, así como sus pautas de vinculación podrán ser valoradas positiva o negativamente. Poder del discurso, pues no se trata aquí de la comunicación como interacción dialógica, sino de la instauración de un desnivel estructural en relación al saber, cuyo resultado es la continua interpretación o metabolización de la experiencia y el discurso del sujeto por el de la institución; el saber se encuentra localizado en la mirada institucional y opera a través de una traducción constante del desempeño del sujeto a las nociones o categorías provenientes del discurso científico. Es tal la descalificación del discurso del sujeto que incluso las formas más literales de expresión de su malestar pueden ser neutralizadas mediante la imposición de un saber que -designándolas como resistencia, oposicionismo, trastornos de la conducta, impulsividad, escasa tolerancia a la frustración, etc., y arbitrando las prescripciones del caso (recurso a medicación, derivación, interconsulta u otras modalidades de intervención)- las reinscribe bajo el imperio de la razón científica.
En cuarto lugar, la persistencia de un paradigma positivista de ciencia y el efecto de objetualización que le es consustancial. Dicho paradigma, en tanto concibe la realidad como un plano compuesto por diferentes parcelas (aquellas que establecen los diversos objetos de estudio de las distintas disciplinas científicas), precipita en una visión fragmentaria sobre el sujeto; en efecto, éste queda situado en posición de objeto y abordado como un agregado de funciones o de áreas (el lenguaje, el cuerpo, la inteligencia, la memoria, los hábitos, el juego, etc.), cada una de las cuales constituye la jurisdicción de intervención de las respectivas especialidades. De este modo, el escenario institucional y su práctica cotidiana representan el espacio de reproducción de la especialización disciplinaria, cuyos efectos medicalizantes y patologizantes han podido ya analizarse.
En quinto lugar, la localización de la institución como instancia de relevo de la exclusión social. Al establecer las coordenadas espacio-temporales que regulan la experiencia de vida de las personas con discapacidad, la práctica institucional opera mediante demarcaciones y contrastes: ello implica que la identificación del espacio institucional como el ámbito adecuado, "adaptado" a las necesidades y requerimientos de las personas con discapacidad mental, se consolida a expensas de otros posibles escenarios de inserción en la comunidad. Un indicador de la discontinuidad espacial que encarnan las instituciones está dado por la tendencia (que parece más próxima a exacerbarse que a moderarse) a la artificialización y sofisticación edilicia, tal como aparece impulsada por las reglamentaciones y normativas que establecen las pautas sobre seguridad, accesibilidad y prevención que deben cumplimentar tales espacios. Como resultado, las personas con discapacidad mental se despliegan en contextos que intensifican su inhabilitación y deserción social, toda vez que la hipervaloración de aquellas medidas de seguridad da forma a unos hábitats difícilmente asimilables a los escenarios más habituales en los cuales transcurre la vida en la comunidad.
Conclusiones
La hipótesis que orienta este trabajo plantea que la asunción de una mirada reduccionista sobre la violencia conlleva un efecto de velamiento de la compleja trama de determinaciones que atraviesan la práctica institucional destinada a personas con discapacidad mental, y que, al dejar inexploradas múltiples versiones de una violencia tan sutil y silenciosa como eficaz, avala y naturaliza sus condiciones cotidianas de reproducción. En tal sentido, conviene recordar que lo institucional se hace sede y depositario de la administración e implementación de formas legítimas de violencia: es decir, legitimadas tanto por la regulación normativa del funcionamiento de las instituciones como por las prácticas insertas en -o derivadas de- los saberes específicos que operan en tales dispositivos.
Se podrá objetar, razonablemente, que aun concediendo que es preciso avanzar en la desarticulación de tales formas de violencia, sería absurdo otorgarles el mismo estatuto que a otras de sus manifestaciones, cuya brutalidad reclamaría una respuesta o una solución perentorias. Sería, siguiendo ese argumento, inaceptable equivaler como expresión de un mismo fenómeno aquella violencia material, contundente, descarnada presente, por ejemplo, en las situaciones jurídicamente tipificadas del abandono de persona o del abuso sexual, con la violencia simbólica que se juega en el uso cotidiano del lenguaje o en las formas rutinarias de la interacción social. Tres razones, sin embargo, justifican la necesidad de sostener una concepción más amplia y compleja acerca de la violencia: la primera, porque dicha concepción permite advertir una presencia más constante y generalizada de la violencia que la que supuestamente reflejarían sus ocasionales desbordes; la segunda, porque desde dicha perspectiva se abre la tarea de pensar e interrogar nuestra propia implicación, y ya no meramente en relación a un otro cuyo estatuto de victimario, de agente de violencia, nos eximiría de cualquier instancia de autorreflexión; la tercera, porque la visualización de la situación social en que se encuentran las personas con discapacidad mental permite, al menos como hipótesis, pensar el contexto complejo en el cual se expresan aquellas otras formas de violencia física, cruenta y brutal.
Como fuera señalado, este escrito se inspira en la experiencia que se lleva a cabo en el Centro de Día CETEI. La práctica institucional que allí se desarrolla se nutre de una reflexión acerca de los diversos niveles de determinación que confluyen en su actividad; en tal sentido, presupone que el proceso de abordaje terapéutico con personas con discapacidad mental requiere mucho más que la puesta en juego de una concepción teórica y clínica acerca de dicha problemática: requiere, ante todo, un trabajo de continua reflexión acerca de los alcances y efectos de la operatoria institucional. De este modo, se abre un campo de análisis vertido sobre la propia práctica, a partir del cual es posible interrogar la orientación de su labor, los supuestos en los que se asienta, el vínculo que promueve y construye cotidianamente, la función que se le asigna y la que se atribuye, su relación con el contexto social. Los analizadores que este texto propone para interrogar la vinculación entre violencia, discapacidad mental y práctica institucional, constituyen precisamente algunas de las herramientas del trabajo de CETEI; no agotan, ni podrían hacerlo, las vertientes de análisis sobre este tema: en todo caso, invitan a emprender -y asumir- una posición sobre la propia práctica que se defina, no por su adhesión a fórmulas preestablecidas o a verdades inmutables, sino por la elucidación de los efectos y las consecuencias que suscita.
Las consideraciones precedentes se orientan a repensar la experiencia concreta del trabajo institucional, y pueden resumirse mediante las siguientes proposiciones: primero, abordar la temática de la violencia como operador complejo, algunas de cuyas versiones o manifestaciones se tornan visibles mientras que otras permanecen en lo inadvertido; segundo, analizar la violencia como inmanente a la lógica del lazo social, y no como elemento disruptor, discontinuo y heterogéneo; tercero, situar condiciones de autoimplicación respecto de la crítica a las formas de ejercicio de la violencia; cuarto, promover el desplazamiento de una mirada valorativa a un enfoque ético acerca de la violencia. Dichas proposiciones instalan un marco de lectura acerca de la cuestión de la violencia, no sólo como instancia de reconocimiento de su operatoria en términos de violencia simbólica, sino también de su localización en prácticas y escenarios precisos, como es el caso de la violencia institucional. Es por ello que la ausencia de maltratos y agresiones no puede ser jamás el punto de llegada de la actividad institucional; ése es su punto de partida, la condición necesaria para emprender un trabajo de elucidación y reflexión alrededor de su imbricación con los procesos históricos y sociales, y que la sitúan como escenario de expresión y reproducción de unas formas de violencia que, aunque solapadas, son profundamente decisivas respecto de la situación y porvenir de las personas con discapacidad mental.
Ernesto Lentini*
* Ernesto Lentini es Licenciado en Psicología (UBA) y Magister en Ciencias Sociales (FLACSO). Director del Centro Terapéutico para la Integración (CETEI). Contacto: ernestolentini@gmail.com

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