viernes, 18 de febrero de 2011

¿A qué están atentos los niños dis-atentos?



¿Qué manifiesta la niñez a través del mal-estar corporal? ¿Qué envuelve el diagnóstico y pronóstico de ADD? ¿Por qué un niño no puede parar de moverse? ¿Cuál es la causa de la hiperquinesia? ¿Cómo limitar el movimiento desenfrenado de un niño? ¿Cómo trabajar con el niño cuando aparece la indiscriminada violencia corporal? ¿Qué ocurre cuando los profesionales (terapeutas, escuela, médicos) están dis-atentos a lo que le pasa al sujeto y atentos al déficit, la disfunción, la “mala” conducta, la medicación? ¿Cómo se estructuran los síntomas infantiles en la actualidad?
En memoria de Jean Berges Antes de introducirnos en estos interrogantes, quisiera rendirle un sentido homenaje a quien fuera mi maestro y amigo el Dr. Jean Berges, recientemente fallecido. En su extensa y fructífera trayectoria como neurólogo, psicomotricista y psicoanalista, preocupado por los problemas del desarrollo y la estructuración subjetiva infantil, el doctor Jean Berges se ocupó de descifrar y abrir nuevos caminos de investigación, análisis y estudio de los niños con inestabilidad psicomotriz, hiperquinéticos y con déficit de atención. La enseñanza que nos ha dejado, no sólo ha marcado nuestra formación sino que nos compromete aún más en la tentativa de rescatar al sujeto - niño que en su sufrimiento se da a ver a través de la motricidad y el cuerpo.
En principio voy a partir no de un saber ya establecido y enunciado sino de la posibilidad de ir construyendo un saber a medida que vaya escribiendo.
Vale la pena entonces dejarnos desbordar por la dis-atención para luego poder colocarle un borde y de este modo, partiendo del no saber, procurar encontrar alguno a través del malestar de los niños que tanto nos preocupa y nos ocupa. Si hay algo que nos enseñan los niños es justamente que parten del no saber y se lanzan al intrépido territorio de la curiosidad, el descubrimiento y la invención en escena. No es que un niño construye el acto de jugar, sino que es el jugar el que constituye lo infantil de la infancia y de este modo, lo instituye al niño y su mundo. Verdaderamente lo que nos preocupa de un niño hiperquinético e hiper-activo es que a través de la dis-atención no puede jugar, no puede aprehender ni anticipar lo que vendrá, o sea, no puede pensar, sin límite se reproduce la opaca indiferencia que consume lo infantil. Jugar es representar.
El niño que no lo puede hacer, no puede instituir un espejo que lo refleje en un lugar diferente. Lo que le ocurre a estos niños que no paran de moverse, de hacer sin límites, es que actúan. Actuar no es jugar, es poner en acto una angustia desbordante.
¿Cómo hace un niño en la actualidad para decir que está angustiado? ¿Cuál es el modo de dar a ver su angustia? ¿Cómo dramatiza lo que no se puede explicar o entender?
Una de las maneras -por suerte- que inteligentemente encontraron los niños es justamente moviéndose, han encontrado un modo de estar presentes, de presentarse moviéndose sin parar. Por eso cuando el saber médico, terapéutico, clínico o educacional le coloca el nombre al mal estar, utilizan diferentes palabras para nombrar lo imposible, lo que se actúa, lo que se mueve sin imagen del cuerpo. Por ejemplo, colocan el nombre de “hiperquinético”, marcando un exceso o “dis-atencional” en menos, marcando una falta.
En Francia se utiliza para nominarlos el término “inestable”, suponiendo una estabilidad o también un exceso “hiper-activo”, modos todos de nombrar lo que en el pasaje al acto de la motricidad no tiene nombre. Podríamos preguntarnos entonces qué es la atención, ya que últimamente el síndrome “disatencional” parece estar de moda, como en otro momento lo estuvo lo que se denominó la “disfunción cerebral mínima”. Si estuviéramos en un cuarto oscuro y encendiéramos una linterna, todos mirarían hacia lo que enfoca el rayo de luz, estaríamos atentos a lo que la linterna nos indica, o sea, miraríamos el foco. En ese instante, estaríamos dis-atentos de todo lo demás. Exactamente podríamos decir lo inverso: si estamos atentos a todo lo demás, estamos dis-atentos al foco.
Por lo tanto, estamos frente a una paradoja, lo que nos llevaría a concluir que la dis-atención no existe, puesto que al estar atento a alguna cosa, estamos dis-atentos a algunas otras. Esto le ha causado gran perplejidad a los psicopedagogos, ya que la realidad nos muestra a niños inteligentes y, sin embargo, fracasan a nivel escolar. Como vemos cuando a estos niños se los quiere definir, se lo hace por lo que no pueden hacer.
Por ejemplo, no pueden parar, no tienen límites, son imposibles, no hay quien los pueda controlar, no responden a los castigos, no pueden estar concentrados, relajados, atentos, tranquilos, sin pegar, sin molestar. No se los aguanta más, no hay nadie que pueda con ellos, no aceptan las reglas, no pueden... La pregunta que tenemos que hacernos es: ¿Pero qué sí pueden hacer? Desde este lugar, pueden y logran muchas cosas.
Por ejemplo, inteligentemente logran que todos hablemos de ellos, que los que estén a su alrededor estén pendientes, no se distraigan pues están atentos a su hacer. El otro está pendiente de que no golpeen, no molesten, no muerdan, no desordenen. Logran que todos los conozcan (por ejemplo, en un jardín de infantes), que lo miren, lo cuiden, piensen en él. Obtienen la presencia permanente del otro, colocan todo su empeño, el cuerpo y la motricidad para no pasar desapercibidos.
La angustia en la infancia Si la angustia en la infancia cuestiona el propio espejo, la propia imagen corporal, por lo menos al moverse y actuar a través del movimiento desenfrenado, conquistan un modo de decir que están presentes. El movimiento alocado encarna la angustia sin nombre, se erotiza en más la motricidad; el goce, el sufrimiento, entra en juego en el movimiento corporal. La angustia se actúa a través de la sensación cenestésica del movimiento constante; no sólo se sobre-erotiza la motricidad y el cuerpo del niño, sino que se genera una imagen como defensa, desinvestida de historicidad, reniega de la diferencia. Por eso se reproduce en la indiferencia e indudablemente, marca la irrupción, el desborde de lo que hace tiempo he denominado el circuito de la pulsión motriz2.
El goce sensorio-motor desbordante crea -como la modernidad actual- imágenes y sensaciones rápidas, fugaces, puntuales, cortas, eléctricas, intercambiables, desechables, que se consumen a sí mismas, se actúan, rebotando sobre la misma imagen-sensación. El niño actúa esa sensación sensorio-motriz sin imagen del cuerpo y no logra transformarse en representación. Permanece en ese ritmo frenético, sin dejar huellas que resignifiquen la historicidad que adviene a medida que el niño se mueve al jugar, al representar, al pensar.
El territorio de la infancia, en vez de estar habitado por lo infantil, lo está por el movimiento indiscriminado, donde ni el propio cuerpo (en tanto esquema corporal) le hace borde. Ya que lo que está en juego, no es el cuerpo carnal sino la imagen corporal que se encuentra cuestionada. El malestar ubicado en la motricidad, la torna gozosa y sobre-erotiza la postura y el tono muscular. Los niños, sin demandar, actúan. Ellos no demandan, se mueven, actúan su no lugar, sin resignificar en ese movimiento la historia que, en definitiva, lo causó como imposible. Es interesante pensar que los que demandan no son los niños, sino el otro, llámese escolar, social, médico o terapéutico. Los que son denominados niños hiperquinéticos ó dis-atencionales son interpretados y decodificados por esos otros que traducen lo irrefrenable del impulso motriz como agresión, disfunción, síndrome, colocándole un signo unívoco a su realización. A partir de estigmatizar estos signos actitudinales, conductuales, motores, práxicos, el saber-poder del otro adulto responde a través de medicamentos, técnicas de estimulo-respuesta, sanciones, premios y castigos.
¿Qué significa desde el punto de vista subjetivo esta pertinaz y eficaz respuesta que el mundo adulto le ofrece a estos niños?
 Implica necesariamente colocarles un signo que estigmatiza su desarrollo a punto tal, que todo su hacer es leído y comprendido a partir de su acción.
Cuanto más el otro decodifica a los niños, los coagula en un gesto-signo, menos les posibilita representar, jugar, hablar, decir, acerca de su historia y sus padecimientos. Al mismo tiempo, lleva al niño a construir nuevas defensas frente a semejante invasión. De este modo, renueva el circuito imposible de controlar, de detener, pues toda la energía de ellos se vuelca una vez más al goce de estar dis-atentos, en movimiento, acelerados, inquietos para sostener su lugar. Es la puesta en acto del estar mal infantil. Lo que está en juego en esta problemática, según lo que venimos conjeturando, está en relación con la noción y representación que los pequeños han podido construir o no acerca del origen, de la sexualidad, del amor parental (qué lugar ocupa él y los otros en el deseo de sus padres), de la muerte y de lo que hemos denominado la función del hijo y el quiebre generacional, ligado fundamentalmente a lo que los tiempos modernos le ofrecen a la infancia.
 La función del hijo en cuestión La función del hijo desde un punto de vista conceptual, se estructura siempre como una incógnita, pues un hijo comienza, desde el inicio del nacimiento y desde luego antes del mismo, a cumplir una función para el padre y la madre. Todo hijo en su función es, en algún punto, la incógnita de sus padres: he allí su funcionamiento triangular y simbólico. Estamos acostumbrados a pensar siempre en la función materna y paterna, pero ¿podemos pensar la función del hijo entrelazada en la materna y en la paterna? ¿Podemos considerar la función del hijo también como una función estructurante en la trilogía de la cual forma parte y la alteridad que le da origen? ¿El bebé inaugura o da origen a una nueva función en ese hombre-padre y en esa mujer-madre?
 Un bebé sin darse cuenta es nominado por sus padres y al mismo tiempo los nomina. Así como un padre nomina a este niño, así como la madre nomina a su bebé, también podemos pensar que el niño precipita en ellos una nueva posición simbólica, una nueva relación imaginaria, ubicándose ellos entonces en ese lazo, ya no como hombre y mujer sino como padre y madre. Para que un hombre y una mujer ejerzan su función de padre y madre, tendrán necesariamente que renunciar a su funcionamiento de hijo, para asumir al recién nacido como propio. No hay función parental posible sin esta pérdida constitutiva.
 Estamos pensando en una función que no es genética ni biológica, sino que es una función simbólica, de hijo. Desde allí, no solamente el niño tiene que identificarse con la madre y con el padre, sino que la madre y el padre tienen que identificarse con su hijo. Es lo que hace un tiempo he denominado el “doble espejo”, donde no sólo la madre funciona como espejo para ese hijo, sino que el hijo también funciona como espejo para esa madre. Podemos pensar en varios espejos, donde el niño estructurará sus funciones en tanto y en cuanto la madre se identifique con él, pues sin esa identificación primera el niño no podría reconocerse en ella. Los padres construyen este espejo ideal a partir de su propia historia infantil que, de manera paradojal y laberíntica, se resignifica de algún modo en su hijo.
 Extraño espejo que retorna de modo invertido entre padres e hijos. Desde ese instante anterior al nacimiento, se comienza a estructurar el enigma que como incógnita real e irresoluble, encarnará el hijo en su función. El niño-hijo como representante de sus padres y de la sociedad moderna, se ha transformado en un objeto de consumo. Tiene que realizar el desarrollo con la exigencia y la presión de ser el espejo “moderno” de sus padres, de lo social, de lo institucional (escolar). En esta realidad sin tiempo, la temporalidad infantil se acelera velozmente para que sea el mejor representante de ese mundo moderno. Se acelera el tiempo de las adquisiciones y el desarrollo psicomotor.
 El niño tiene que sentarse, caminar, hablar, escribir, leer, conocer y saber lo antes posible, y para ello se instrumentan todas las técnicas, objetos, objetivos, contenidos y elementos (didácticos, pedagógicos) para que sean los mejores representantes del mercado global. De este modo, sumaran más elementos para competir en el “mercado”. El tiempo veloz de la urgencia atraviesa cualquier actividad del niño y por supuesto, en la práctica clínica y educativa, tiene incidencia fundamental. Padres, madres y profesionales exigen resultados cada vez más rápidos, en un tiempo siempre breve y acotado por las innumerables exigencias. Urgencias para que hable bien, para que dibuje y escriba las letras, para que lea, para que pase de grado, para que no se atrase, para que esté siempre atento, para que domine el inglés y la computación... y hasta exigencias para que sea feliz.
 Si tuviera algún retraso en el desarrollo, problema o síntoma, la exigencia de solucionarlo, cuanto antes, se duplica. El temor al fracaso escolar o a la dificultad en alguna de sus funciones motrices, cognitivas, sensoriales o verbales propias de la disarmonía lógica de la estructuración subjetiva, conllevan el gran temor al “fracaso” de la función del hijo, que en el mundo global y competitivo resulta ciertamente intolerable.
Paradójicamente, los efectos de esta urgencia-exigencia generan en la infancia nuevos y famosos síntomas (anorexias y bulimias infantiles, niños hiperquinéticos, síndrome disatencional, crisis nerviosas-agresivas, adicciones, depresiones, insomnio, para citar sólo algunos de ellos). Lo que en esta sintomatología está en juego, es siempre el gran temor y angustia del niño de perder el amor parental, acrecentado ante semejantes exigencias que no puede cumplir. Si un hijo-niño no alcanza a cubrir las expectativas de los padres, ¿cuál sería el futuro que le queda? Como sabemos, el estatuto actual de la infancia es muy diferente al de otras épocas. Durante mucho tiempo, la promesa de bienestar, de salud, de prosperidad, de ideales, estaba básicamente depositada en la figura del padre. A través de diferentes procesos históricos, sociológicos, culturales, esta figura fue decayendo.
No nos detendremos aquí en el análisis de estos hechos que implican necesariamente el nuevo estatuto que va adquiriendo la mujer, la sexualidad, el niño y la familia. Quisiéramos referirnos sucintamente al papel de la infancia en estos cambios producidos. Sostenemos que en la actualidad se ha invertido la promesa de padres a hijos. O sea, la promesa de bienestar, de prosperidad, de realización personal ya no está ubicada en la figura del padre sino en la de los hijos-niños.
¿Qué significa la inversión de la promesa?
En la actualidad, el niño ocupa un lugar central en el ámbito de lo familiar y en la triangulación parental. Las expectativas, los deseos y el futuro se depositan en él y en lo escolar como representante de la niñez. De allí que las expectativas estén en juego en relación a lo que el niño hace, produce y efectúa en la escuela. En vez de que los niños estén preocupados por lo que piensan los padres sobre él, se produce la inversión y son los padres los que se encuentran muy preocupados por lo que pensarán o dirán sus hijos de ellos. Surge entonces el temor a no ser correspondidos por sus hijos, a no cumplir su función, a equivocarse, a enfrentarse a ellos, a colocarles un límite, a enojarse o simplemente a no ser modernos. Ante este lugar imposible en el cual se ve confrontado, el niño responde a través de su cuerpo, la motricidad, la dis-atención, los problemas de aprendizaje, el fracaso escolar como modo de capturar el amor parental, aunque en ese mismo acto no cumpla el ideal. Es justamente ese costo el que lo lleva una y otra vez a reiterarse en el desenfreno, en la dis-atención o en la imposibilidad de relajarse o detenerse frente a cualquier situación que se le presente. La escuela, como representante de ese otro mundo moderno, no hace más que denunciar estos problemas. Justamente es allí, en lo escolar, donde más se manifiesta esta problemática. Es este el motivo por el cual muchas veces la demanda clínica proviene del ámbito educacional. Esta promesa, con la que se encuentra el niño, a la cual tiene que aspirar para ser un buen hijo-niño y de este modo permitirle a los padres reflejarse en él, es inmediata, en tiempo presente. No es una promesa a futuro. Ella tiene que cumplirse ahora de modo eficaz en la escuela y en todos los ámbitos donde el niño se desenvuelve, ya que siempre está en juego el ideal. Ante este exigente espejo ideal, el niño inteligentemente responde moviéndose.
Capturado por la acción, está atento a estar dis-atento. Actúa, a través del movimiento, la angustia incontenible de un niño que se queda sin espejo. Tiembla porque se le mueve la imagen y entonces actúa. No puede representar, ni jugar, ni hablar de lo que le pasa. El cuerpo a través de la motricidad habla por él y coloca en escena su estar mal, que le impide poner en juego lo infantil de la infancia.
Esteban Levin *
* Esteban Levin es Psicólogo, Psicoanalista, Psicomotricista, Profesor de educación física. Director de la Escuela de Formación en clínica psicomotriz y problemas de la infancia. Profesor de la Universidad de Barcelona. Profesor invitado de diferentes Universidades del interior y del exterior del país. Autor de numerosos artículos y de los libros: “La clínica psicomotriz. El cuerpo en el lenguaje”, “La infancia en escena. Constitución del sujeto y desarrollo psicomotor”, “La función del hijo. Espejos y laberintos de la infancia” y “Discapacidad. Clínica y educación. Los niños del otro espejo”, de Editorial Nueva Visión. Traducidos todos al portugués por editora Vozes. E-mail: Levinpsicom@elsitio.net

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