martes, 5 de octubre de 2010

Desarrollo cerebral del niño con autismo

Estudios recientes dan cuenta de una tendencia que pone como causa del autismo problemas en el desarrollo cerebral de quien lo padece. La presencia de algún acontecimiento disruptivo, de orden genético, en el período de mayor plasticidad neuronal haría que el cerebro del autista no alcanzara una maduración similar a la de quienes no tienen dicho síndrome. Diversas líneas investigativas no acuerdan del todo en cómo se produce, aunque sí en el por qué.
Los niños autistas siguen generando más dudas que certezas. Sin embargo, la mayor parte de los estudios que se realizan sobre ellos apuntan a cuestiones neurológicas involucradas en la producción de este síndrome tan desconcertante.
Para la mayoría de los investigadores, no caben dudas de que la clave se centra en el cerebro, aunque no descartan de plano la influencia de medios externos a él que puedan funcionar como disparadores de las disfunciones cerebrales.
No hay un acuerdo generalizado sobre cuándo se producirían los primeros síntomas. Algunos creen que comienzan durante la gestación; otros que en el período posnatal que va entre los primeros seis meses de vida y los veinticuatro, aproximadamente, lo que bien puede deberse a que el autismo conoce distintos grados, y que, en los casos más graves, no hay mucha dificultad en la detección, mientras que en los leves, ésta se produce con mayor retardo y sus manifestaciones tardan más en percibirse. En muchos casos, recién se hacen visibles al iniciarse la escolaridad.
En lo que concuerda la gran mayoría es en que desde el nacimiento, el cerebro humano transita por una etapa, que va hasta el primer año, en que la actividad constitucional de este órgano es febril, de intenso desarrollo y maduración, la que, a su vez, implica una vulnerabilidad extrema. Lo que no se constituya en ese tiempo, será de muy difícil o imposible restauración posterior. Se citan como ejemplo ciertas pruebas realizadas con animales a los cuales desde el nacimiento se les tapó uno de los ojos para impedir su visión. Al quitarse el impedimento físico, el órgano, perfectamente sano, sin embargo no la recuperó. Lo que sucedió en esos casos es que las sinapsis correspondientes se atrofiaron o se reasignaron.
Precisamente en esa etapa es que parece establecerse el autismo, como consecuencia del defectuoso funcionamiento de los genes de ciertos cromosomas (entre ellos, el 7, el 13 y el 15), que por alguna razón (no existe una única, puede haber muchas) no logran una expresión adecuada. No es que no estén, sino que las funciones que cumplen los genes son, según los investigadores, del tipo de los interruptores, que permiten/no permiten la liberación de determinada sustancia, la conexión neuronal, la producción de proteínas, etc. La alteración del equilibrio de interacciones en la delicada estructura del cerebro por alguna deficiencia produce distintos tipos de problemas, entre los que se encuentra el autismo.
Recientes trabajos de investigación señalan que los autistas, al contrario de lo que se piensa, no sólo reciben estímulos, sino que éstos son más numerosos e intensos que los que experimenta una persona normal. En mediciones realizadas, se pudo establecer que en contacto visual, lo usual es que se produzcan 4 picos de atención por minuto, mientras que en un autista, éstos se triplican; pero, además, son mucho más intensos que los corrientes, lo que explicaría, en parte, las conductas autistas de aislamiento como un mecanismo de defensa ante un exterior que los agrede.
Algo similar ocurriría con la información y la memoria. Según refiere Portia Iverson (investigadora, madre de un niño autista y cofundadora de la fundación norteamericana Cure Autism Now), la codificación de una nueva información se efectúa 30 segundos después de que se produce un pico de alerta en el cerebro. En los autistas, esos estímulos se presentan con mucha mayor frecuencia (alrededor de seis veces más), porque, al fallar las funciones regidas por los genes, es imposible codificar todos los datos que se agolpan simultáneamente, lo que lleva a la imposibilidad de discriminar entre lo relevante y lo irrelevante, por lo que se produce una acumulación que resulta insostenible.
Se presume que esa vulnerabilidad a los estímulos es lo que da cuenta de por qué los autistas se resisten a los cambios, estallan ante situaciones que les resultan violentas o desconocidas y repiten conductas casi rituales, rítmicas, que les devuelven la calma.
Al mismo tiempo, estudios recientes señalan ciertas alteraciones anatómicas en los cerebros de los autistas. Con ellos se trata de especificar aún más qué genes intervienen y en qué zonas se producen las deficiencias que llevan a la enfermedad, así como los factores ambientales que inciden en ella.
El Dr. David Amaral, neurocientífico de la Universidad de California en el campus de Davis (un de las diez sedes de dicha universidad), afirma que en el autismo aparece dañado todo un circuito cerebral. Por ello él y su equipo se han abocado a estudiar los distintos circuitos que se producen en ese órgano en personas normales para compararlos con los de autistas, para determinar cuáles son los que fallan y cómo se produce esa deficiencia. Según él, en la patogenia autista se debería poner el foco en elucidar los defectos neurobiológicos durante los primeros años de vida.
Un aporte interesante en ese sentido lo brinda Eric Courchesne, investigador del Departamento de Neurociencias de la Facultad de Medicina de la Universidad de California, sede San Diego, cuyos trabajos se centran en la neurobiología del autismo.
Recientemente puso a consideración de la comunidad científica sus descubrimientos de que la hiperplasia y la hipoplasia de ciertas regiones se hallan asociadas a ese síndorme. Lo más novedoso de sus comunicaciones es que constató que el proceso de creación de neuronas, que se creía que terminaba en la infancia, continúa hasta entrada la edad adulta, aunque su período de máxima actividad se da entre el nacimiento y los seis años, aproximadamente. Es en ese tiempo tremendamente plástico cuando se da el gran proceso de construcción mediante la interacción de los genes y el entono, cuyo mal funcionamiento, producto de lesiones y/o de defectos genéticos, derivaría en los trastornos autísticos.
Apoya esa tesis Nancy Mishew, psiquiatra de la Universidad de Pittsburgh, quien sostiene que ello explicaría por qué la cuarta parte de los niños autistas parecen normales hasta los 14 a 22 meses, luego de lo cual experimentan la irrupción del autismo prácticamente sin ningún aviso previo.
A su vez, Stephen Dager, de la Escuela de Medicina de la Universidad de Washington, junto a varios colegas, estudiaron los cerebros de niños autistas de entre tres y cuatro años mediante imágenes por resonancia magnética. Hallaron que éstos tenían una dimensión alrededor de un 10% mayor que los que no padecían el síndrome.
Por medio de la técnica empleada, se miden las propiedades del agua contenida por el tejido cerebral. Mientras se desarrolla el cerebro, el líquido se incorpora a las neuronas y pasa de estados móviles a más quietos. Durante los primeros seis meses, el proceso es de una movilidad casi absoluta, que se va aquietando hacia los 18 meses, para estabilizarse.
En la investigación se reveló que este proceso continuaba en plena movilidad después de la edad señalada (sobre todo en lo que se conoce como materia gris), lo que parece sugerir que existiría un retraso en el desarrollo neuronal del autista. Según este investigador, ello puede deberse a una inflamación dentro del primer año de vida. Ella podría afectar la conectividad en ese período crítico de la formación cerebral. Los científicos que desplegaron este método creen que la tendencia a la inflamabilidad puede deberse a algún gen que la facilite, puesto que no se constataron traumas, ni lesiones, ni enfermedades en los investigados.
Matthew Belmonte, investigador senior del Centro de Investigaciones sobre Autismo de la Universidad de Cambridge, en Inglaterra, afirma que los resultados presentados por Dager son una línea de investigación interesante, aunque sin aplicación práctica en lo que hace al tratamiento. Sostiene que hasta que no exista una certeza absoluta sobre qué causa el desarrollo anormal de la sustancia gris, no es posible la medicación.
A su vez, Dager replica que más que buscar los genes cuya deficiencia causaría directamente el autismo, habría que identificar a aquellos que producen la inflamación que llevaría a que esos genes no puedan actuar correctamente.
Aunque no invalida la hipertrofia por inflamación, el doctor Christopher Walsh, Jefe de Genética en el Hospital de Niños de Boston e investigador del Instituto Médico Howard Hughes (dedicado a la investigación biomédica), aporta una nueva luz no sólo para establecer cómo se produce el autismo sino para posibles vías de alivio.
Para la realización de su investigación, contribuyeron científicos de diversas partes del mundo (mayoritariamente de cercano oriente), que tomaron 104 familias en estudio.
Lo que afirma este estudioso es que se ha constatado que son muchos los genes mutantes que intervienen en la producción del autismo, esos de los que decíamos que funcionan como interruptores sí/no, pero que lo que se produce no es la desaparición de esos genes, sino que ellos no cumplen con su cometido, lo cual, según Walsh, es mucho mejor. Si faltaran, poco y nada se podría hacer para intentar restituir las funciones perdidas. En cambio, si lo que sucede es que no hacen lo que tienen que hacer, podrían hallarse formas para que volvieran a activarse.
Apoyando lo antedicho, Thomas Insel, Director del Instituto Nacional de Salud Mental (uno de los 27 que componen la red de agencias de investigación biomédica y del comportamiento del Gobierno Federal de los EE.UU.), sostiene que es una buena noticia y que, gracias a este descubrimiento, cada vez se está más cerca de pensar que el autismo es una enfermedad de las sinapsis, de la manera en que se establecen las conexiones en el cerebro.
Sin embargo, el propio autor de la teoría dice que si bien la genética parece ser un motor fundamental del autismo, sólo alcanzaría para explicar la mitad de los casos. El 50% restante lleva a pensar que hay otras causas que no tienen que ver directamente con los genes o que sin su presencia, éstos no fallarían.
Además, no puede asociarse el autismo a un solo gen, sino que, por el contrario, cada vez se reportan más casos de genes que tendrían incidencia en su producción. Señala que si bien la genética es muy importante, aún nadie está en condiciones de establecer si es la respuesta final al problema o no.
Margaret Pericak-Vance, Directora del Miami Institute for Human Genomics de la Escuela de Medicina de la Universidad de Miami, piensa que los resultados divulgados por Walsh son muy importantes, pero coincide con él en que aún se está lejos de establecer los mecanismos que derivan en conductas autísticas. Ella sostiene que el autismo, además de que quizás tenga algún componente hereditario, es una enfermedad compleja, que necesita de múltiples aproximaciones para descifrarlo. “Sabemos que no hay una única causa y que no hay una respuesta simple”, expresó, y adelantó que es posible que en el marco de las investigaciones que se vienen llevando a cabo con respecto al genoma humano pronto se produzcan nuevos anuncios que aporten un poco más al conocimiento del autismo.
En el Instituto Picower para el Aprendizaje y la Memoria, dependiente del Instituto Tecnológico de Massachusetts (MIT, por sus siglas en inglés), afirman que existe un número indeterminado de genes que causan este síndrome y que ellos dependen de factores genéticos y ambientales por igual. Coinciden en señalar que su incidencia es vital en el período de desarrollo máximo del cerebro. La falta de las proteínas que producen los genes serían el origen del autismo.
Desde que el psiquiatra suizo Eugene Bleuler utilizara la palabra para caracterizar a este síndrome complejo en 1912, se siguen buscando sus causas. Multiforme, con diversas manifestaciones y clasificaciones, todavía existen discusiones acerca de qué características entran dentro del espectro autista. De hecho, hasta varía la forma de considerar cuántos afectados existen, si es el 1 por 1.000 o 1 de cada 10.000 y toda una gama intermedia, así como si otros síndromes son autísticos o no.
Ello no ha impedido que los estudios que se efectúan desde hace por lo menos 25 o 30 años a esta parte comenzaran a centrarse sistemáticamente en las disfunciones genéticas como la causa principal. Claro, para ello fue necesario que esa rama del conocimiento avanzara.
Como vimos en las líneas anteriores, los por qué son los que despiertan menos coincidencias. Los cómo, más allá de algunas posiciones extremadamente biologicistas, asignan su producción a las mutaciones genéticas, ayudadas por elementos externos (lesiones, estímulos inapropiados, intoxicaciones, etc.).
Lo cierto es que el componente neurológico parece estar presente en la mayor parte (si no en la totalidad) de las conductas autistas, por mal funcionamiento de genes aún no especificados del todo. Ello produce que el cerebro del autista no funcione igual que el de los demás. Según algunos, hubo (y hay) genios que sufrieron esta enfermedad (citan a Einstein y a Newton como dos de sus ejemplos) y se verifican distintas capacidades en quienes lo padecen, algunas notables; pero la de relacionarse con el afuera sigue siendo una falta, así como otras relacionadas con la cognición. No hay malformaciones evidentes, pero sí un problema fisiológico del cerebro que impide que se establezcan las relaciones sinápticas usuales que desencadenan los estímulos, lo que lleva a un aislamiento proporcional a la deficiencia de dichas conexiones.
La gran mayoría de los científicos no brindan esperanzas de curación. Los más optimistas hablan de restablecimiento parcial de las funciones perdidas. Sin embargo, creemos que los desarrollos cada vez más importantes en una disciplina como la genética humana no permiten realizar pronósticos tan tajantes y definitivos.
Ronaldo Pellegrini

ronaldopelle@yahoo.com.ar

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